Corre por las banquetas. Se escucha el sonido de sus pezuñas estrellándose contra el cemento. Respira. Su vaho empaña la ventana de un carro estacionado. Respira. Sus dientes brillan iluminados por la luna. Corre. Estira sus cuatro extremidades. Avanza. Respira. Su pecho crece cada vez que el aire llega a sus pulmones. Su pelo brilla iluminado por la luna. Es negro, es gris, es casi blanco. Un cazador antiguo en busca cada noche de alimento.
Desea. Anhela sentir la suavidad de esa piel que recorre con la lengua. Disfrutar el sabor de esa carne en su boca. Desea porque la nada no satisface su deseo. Desaparece cada mañana incapaz de comprender aquel aroma grabado en su nariz. La noche. Sólo la noche le permite recordar.
Respira. Escucha el sonido de sus pezuñas que se estrellan contra el asfalto. El aroma en su nariz conduce su ruta por las calles. Respira. Su vaho empaña una ventana. Sus ojos de sangre negra adivinan al animal herido. Reconocen la más bella de las presas. La observa. La acecha. Anhela. Su lengua. Crece. Envuelve su cuerpo. Desea que olvide. Que se entregue desnuda. Que se entregue. Sus dientes le abren la espalda, se clavan en su nuca. Se excita. Crece. Desea sorberle hasta la última gota de humedad, cualquier manifestación de dolor, toda intención de huir. Escucha su propio gemido, un breve sollozo placentero. No dicen nada. Se entrega. Saborea la culpa que observa en sus ojos, esa expresión sólo humana que él no puede sentir. Gozan mientras muere. Se excita. Respira. Crece.
Respira. Su pecho se extiende cada vez que el aire entra en sus pulmones. Su pelo brilla iluminado por la luz de la luna. Hambriento. Vacío hasta la muerte.
Altanoche. Música, literatura, cine, núm. 25. Hermosillo, Sonora. Mayo de 2007.