01 noviembre 2007

Cazadora

Después de aquella mordida comenzó a sentir la necesidad de la carne. Todo inició en octubre durante las horas altas de la noche, preludio de aquella sala de luz azul donde ocurrió el ritual sin que se percatara: cantos, saliva, sudor y semen; un líquido color ámbar entrando por su boca. Hombres mujeres, mujeres hombres, cazadores girando en círculos concéntricos detrás de las palabrascuentos.

Primero notó el cambio de su olor y luego el aroma penetrante que desprendían los cuerpos que inundaban las calles. Los otros, además de sudor, segregaban varias sustancias que la incitaban a perseguirlos porque desprendían un perfume a pieldeseo.

En diciembre el sonido de una voz le descubrió la capacidad de vibración que tenía su tímpano: una caricia encantadora y placentera; el calor que producía su sangre circulando deprisa bajo su piel. De un día para otro nació la necesidad de la sombra (y de la lengua).

Tras nueve meses, en lugar de un hijo, sangraba. (¿Qué podía esperarse de dos bestias sino la muerte?). La presencia de la sangre debió anunciarle su transformación. Cuando comenzó a sentir la necesidad de la carne en la boca, de la piel en la lengua, cuando la vida era el sonido de sus pies estrellándose en las aceras, comprendió.

Los días comenzaron a ocurrir de noche. La luz azul era un recuerdo. El presente estaba acompañado de pupilas dilatadas y de cabellos gruesos entre pardo y negro. Tenía sed sin sueño. Sólo sed. A veces hambre.

Otra vez octubre. Recuerda y crece. El aire entrando por su nariz hasta llegar al pecho parece reventar sus senos y contraer su abdomen. El aire es distinto, pesado, grueso. El oxígeno dentro alienta las combustiones, le provoca un calor insoportable que le inflama los labios y se los llena de fuego.

Cuando el sol se aleja abre la puerta, sale hacia la calle y se hunde en la noche. Conduce persiguiendo el sonido de la vibración perfecta. La encuentra y se detiene. La conjugación de los verbos acertados le alerta los oídos, le abren la piel, le humedecen, le afilan el deseo de penetrar y acecha con la paciencia recién aprendida. Observa e inhala hasta llenarse de perfume; después, se alimenta.

Tras su recorrido concluye que no existe una esencia igual a otra, que algunas pieles ofrecen resistencia a los colmillos y que cada mordida produce un dolor distinto, un gemido nuevo y otro sabor en los labios. Mes con mes espera la ocasión de un placer indescifrable: ése que le provoca la sensación de la yema de los dedos dibujando círculos en su piel, la humedad deslizándose por su espalda.

Dicen que ciertos lobos tienen sólo una pareja en la vida y que cuando crían son los mejores padres. Algunos amaneceres se pregunta: del encuentro entre mujer y bestia, ¿qué ha quedado? ¿El hambre? ¿El deseo de carne entre los dientes? ¿El impulso de cazar para saciarse? ¿El instinto asesino? ¿El calor en las venas? ¿Un palpitar salvaje? ¿Un profundo vacío en el vientre? ¿Un aullido lanzado a media noche que no recibe respuesta?

 
Altanoche. Música, literatura, cine,  núm. 32. Hermosillo, Sonora. Noviembre de 2007.

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