24 febrero 2010

It doesn't matter what you create
If you have no fun
chinawomen




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07 febrero 2010

Este es el último fin de semana de mis 34 años. Desperté y puse un disco de Feist. No era mi plan revisar la bolsa de cds que tenía en espera desde que regresé a este cuarto. Hoy saqué por fin todos los que ya fueron. Estuve imparable, le seguí con los archivos y dejé muchos papeles hechos confeti.

La última vez que vino Abril fue en diciembre. Por una inexplicable coincidencia Esme, Abril y yo nos deshicimos de papeles, fotos y basurero almacenado. Me pareció una situación extrañísima porque casi no hablamos, nos vimos muy poco y las tres sin acordarlo estuvimos haciendo lo mismo ese fin de semana. Caí a su casa, la de Abril, un domingo en la noche y le dije que había estado acomodando mis libros, que mientras ella los guardaba para llevárselos a su nueva casa en otra ciudad, yo por fin los había sacado de sus cajas.

Ese traslado caja-librero, que se sumó a la serie de observaciones de mis propios actos que inicié en el verano de manera sistemática y que ha sido tan efectivo, sirvió para descubrir que puedo rehacer la historia de mi juventud y de mi vida a partir de los libros que he leído y conservo. En las dedicatorias están presentes mis amigos más queridos, los que mejor me han conocido y sabían que apreciaría su obsequio, pero todavía no estoy lista para ese recuento.

Hoy me di cuenta de que también puedo contar la historia de mi vida a partir de mi colección de cds, cassettes y discos de vinil. Apunto que sobreviven dos cassetes: El silencio de los Caifanes, bien pirata, que compré en el Centro cuando estaba en la prepa y Mellon collie and the infinite sadness de los Smashing pumpkins, que ese sí es original y conservo porque el diseño de la caja siempre me gustó mucho. Entre mis viniles están Cri-cri, Los Pitufos, Menudo, Flans, Tania Libertad, Serrat, Pablo Milanés, Víctor Jara y Viva hate de Morrisey.

También he guardado algunos de mis juguetes: mi primera muñeca, mi primera Barbie, mi Hello Kitty de peluche, mi Rosita Fresita, la silla del rey de un castillo de Play Mobil que una vez nos regaló mi mamá a mi hermana y a mí, la sillita de un comedor de madera que me trajo mi abuela en uno de los viajes que hacía cada año a su pueblo en Michoacán, un plato de un juego de trastecitos de plástico que recibí una Navidad. Además, cartas de mis amigas, cartas de mis novios, cartas de mis hermanas, de mi mamá, de mis primas y una que escribió mi papá.

Acabo de notar que he dejado de coleccionar conchas de mar y confieso que tengo una bolsa de fotografías listas para ser quemadas junto con una serie de objetos que ahora sólo deben convertirse en ceniza y lanzarse al universo para que sean libres.

Aprendí a conservar objetos desde niña. El por qué es bien fácil: mi familia se resiste a desprenderse de las cosas. Pienso que es un síndrome de quienes migran y se ven obligados a dejarlo todo, a empezar de cero. A esto pueden sumarse sus rituales domingueros y los días de guardar en los que se habla de los orígenes de nuestros apellidos y del pueblo, se nombran las calles, las personas, las comidas junto con las muertes, los abusos, los actos heroicos y la forma correcta de hacer las cosas. Alguna vez escribí y publiqué fotos al respecto. Hoy agradezco esa tradición, pues sé que influyó en mi decisión de estudiar historia. Es muy noche para dar tantos detalles.

Cuando vivía en Hermosillo le platiqué de mis colecciones a mi amigo El marinero varado en el desierto. No recuerdo haberle contado a alguien más sobre el asunto. Estuve un buen rato describiendo los detalles de cada una y la forma en la cual habían sobrevivido al tiempo. Me dijo que no entendía cómo podía haber viajado sin ellas a otra ciudad. Entonces coincidimos en la importancia de algunas posesiones y compartimos el significado que van adquiriendo en nuestra vida. El habló de su colección de películas.

Hoy fui a la playa. Cerca de ahí vive Charlynne, a quien quiero mucho y mañana regresa a Chiapas. En el camino me acordé de mi tía Gudelia y de todas las cosas que guardaba en sus baúles, así como de lo imposible que me resultó volver a acercarme ellos cuando murió. No fui yo quien revisó sus cosas, ni quien las repartió y menos aun quien las tiró a la basura. Recuerdo que ahí conservaba una muñeca de mi mamá y el olor a unas bolitas blancas que había dentro para alejar la polilla o la humedad. Unos meses antes de morir me obsequió un reloj, que fue el primer regalo que le mandó mi abuelo, su hermano, a Michoacán cuando se vino a trabajar a California. Es un reloj japonés de pulsera con la carátula en forma de corazón. Esa primera vez que él salió a California, como adulto, tardó en regresar cinco años al pueblo. Sé cuánto amó a su hermano y cuánto cariño puede conservarse en los objetos. También que junto con el reloj llegaron las muñecas para mi mamá y mis tías, más no sé qué fue lo que le envió a mi abuela además de dinero.

Mi abuela no poseía un baúl. Ella conservaba sus objetos en cajas de plástico porque eran más ligeras para cargar. Murió en noviembre de 2004, un mes después de mi tía Gudelia, y no fue casual que una semana antes me hiciera abrir las cajas y hurgar en ellas hasta dar con el Niño Dios de barro, que estaba envuelto en una servilleta bordada, el cual me entregó junto con dos figuras de madera de San José y de la Virgen María que se ponían tradicionalmente en el nacimiento. Llévatelos, llévatelos, me dijo acostada en su cama, y si te los piden no los regreses, son míos y yo sabré lo que hago con ellos.Y ahí los tengo guardados con sus vestiditos en el baúl grande de Gude que después me apropié.

Las historias de mi vida y las de mi familia están en este cuarto. Todas las cosas que conservo en esta habitación le dan sentido a mi tiempo y a mis actos, prolongan mi ser y me ayudan a interpretar y comprender todas las cosas que decido. Este es un buen momento, aquí está lo preciso, justo a esta hora y a unos cuantos días de mis 35.

Un texto sobre princesas

Me caen gordas las niñas lindas desde que estaba en la primaria. ¿De qué se ríen tanto? ¿Por qué van por ahí riéndose como mensas con todo mundo? Muy amables, tan felices. Observadora como he sido desde que era una niña, sabía que su papá también era un borracho que dejaba en ridículo a la familia en las grandes reuniones y que a su mamá, una de esas mamás guapas y maquilladas, le ponían una madriza bajo cualquier motivo.

Recuerdo a esas señoras que estaban todo el tiempo al final del día para preguntarle a la maestra cómo se había portado su princesa, su baby, la niña de sus ojos, su muñequita, y las profesoras les decían que bien. Yo me quedaba inmóvil consciente de su maldad, de sus envidias y era testigo del gozo que les producía ridiculizar a los gorditas en la clase de educación física o presumir sus cajitas llenas de lápices y colores de la Hello Kitty a las niñas pobres. “Mira, te apuesto que nunca habías visto una así”. De manera particular trataban mal a la niña nueva y se burlaban de sus trenzas amarradas con cintas de tenis.

Julia no tenía calcetas, llevaba puestas unas cholitas a la escuela, esos zapatos de tela negra con suela de hule color café. Durante un recreo una de las princesas le aventó tierra a los ojos sólo porque le había preguntado a qué jugaba. Ella empezó a llorar y no podía quitarse la tierra de la boca, de los ojos, del cabello, entonces una princesa rubia la arrastró de las trenzas: Por “india”, le gritaba. “Por india”. Todas se reían y se hizo un bolón de niños en el patio.

Yo corrí a avisarle al profe Paco y a las profesoras que se pintaban las uñas en la dirección a la hora del recreo. El único en salir fue mi profe. Corrimos juntos hasta el patio, donde estaba la niña tirada con la güera todavía encima. El levantó a Julia y la cargó hasta el baño. “Ya no llores”, le decía mientras le lavaba la cara.

Desconfío de la gente que se ríe a gritos, de las que se esfuerzan por verse guapas, de las demasiado amables. Sé que en el fondo son unas hijas de puta, imperfectas, y que el tiempo también las arruga.

Yo nunca fui princesa, era comandante de una nave espacial o capitana de un barco pirata. Construía casas, carros que volaban, máquinas de teletransportación y hacía experimentos con bicarbonato y ajax. También probé todas las plantas que mi abuela tenía en el jardín. Un verano me comí una hoja de corazón que crecía como enredadera sobre la barda. Picaba y se me quedó atorada en la garganta. Beatriz me lavó la boca con jabón Zote, del blanco, y después me dio una cucharada de kaopectate. Era una niña salvaje y chamagosa, vaga. A las ocho de la noche salía mi abuela a la calle y me llamaba a gritos, esperaba que apareciera de pronto y le contara alguna de mis historias para llegar tarde a la casa. Tenía el cabello lacio y no estas greñas, entonces tampoco me peinaba.

Siempre tenía las uñas sucias porque hacía pasteles de lodo, que obligaba a mi tíos a probar. Batía la tierra con agua de la llave y hacía una masa que aplanaba con un palo, la estiraba y cortaba las bolitas de pan de tierra con un tapón de leche Jersey. Acomodaba los pastelitos en una tabla y los decoraba con flores de malva, un pétalo en cada bolita de lodo. Recuerdo su sabor y el de los pétalos de rosa de castilla que les ponía algunas veces. Yo vivía en un cuento, en un patio donde crecían árboles de membrillo y guayaba: en un lugar de mujeres invisibles.



Publicado en la revista electrónica Espiral, 26 (2010).