Cuando era muy joven pensaba constantemente en la justicia,
y en la venganza. He presenciado tanta muerte, tanto dolor y me espanta saber
que son muy menores respecto a la experiencia de otras personas. La Historia me
ha sorprendido, creí que estudiarla me daría las pruebas necesarias para ir a
la corte. Sin embargo, empiezo a descubrir la imagen del rostro humano y la
urgencia de un proyecto educativo que surja de la crítica al neoliberalismo,
que integre los conceptos de persona, comunidad y naturaleza con el amor y la
autonomía, con la vida.
El dolor y la muerte también se
heredan cuando no hay justicia. Cuando las personas no logran sanar la ofensa,
ésta queda para la siguiente generación. Eso no lo enseñan en la escuela y muy
pocas veces se aborda el problema del cómo sanar esos procesos sociales. Somos
unos cuantos ocupados en ese propósito, con escasos recursos y casi ninguna
organización.
Ahora pienso en la necesidad del
amor y como nunca en la educación, quizá porque lo que he encontrado ha sido distinto
a lo que me contaron, a lo que pensé que sería. El futuro tampoco ha sido lo
que me enseñaron y aprendí a imaginar. Esas rupturas me conducen hacia la
búsqueda y construcción de nuevas formas de ser y estar. Apelo al instinto de
la vida, que es la vida misma.
La violencia es recurrente en la
cotidianidad, se manifiesta en la micropolítica del día a día: en el trabajo,
en los intercambios comerciales, en las relaciones de pareja, en los salones de
clase, en la calle; ocupa un lugar en el espacio público, donde es reproducida
celosamente en los medios como parte de una estrategia política de control
social que alimenta el miedo y donde también nosotros la replicamos quizá de
manera involuntaria. Lo observo, lo siento.
La violencia destruye la salud del
cuerpo, se come la vida, lo enferma todo. Nuestro tejido se descompone y
perdemos la consciencia. Bajo esas circunstancias es más complejo integrar la
existencia de las otras personas, reconocerlas como iguales y sostener con
ellas relaciones saludables. No obstante también cansa, y es un tronadero de
consciencias que sin una educación para la paz sólo provocará nuevas formas de
violencia.
El exilio y la migración forzada,
durante y después de una revolución, han dejado huella en nuestras comunidades,
en nuestras familias y en nosotros. En la ciudad de Tijuana todos somos
migrantes y herederos de las consecuencias simbólicas y materiales de esa
experiencia. En la diáspora actual, que empuja a las personas del campo y la
ciudad a marcharse de este país, porque la pobreza y la violencia dejan
poco o ningún espacio para la paz mínima que requiere el cuidado de la vida, la
familia, la educación y, sobre todo, el trabajo, están apareciendo nuevos
duelos colectivos y silenciosos. Esto ocurre en casi todo el país.
Vivo en una ciudad de migrantes, en
una frontera situada frente a un muro de guerra. Las calles están vigiladas,
día y noche. Y, aunque el ritmo de esta urbe, las fiestas, los encuentros, no
se detienen, la miseria crece y el poder adquisitivo se reduce cada semana.
Pertenezco a una generación en proceso de precarización, y eso también es un
acto violencia que patea directamente nuestros hogares.
Hoy creo en la necesidad de
construir la paz como ruta. En lo preciso que es crear otro lenguaje y otras
formas de hacer. En el perdón, y lo absurda que es esa palabra en este momento.
En comprender procesos creativos distintos, que atiendan a la diversidad de
formas de aprender y de expresarse en los seres humanos. Una vez más, observo
la necesidad de demarcarse de los discursos hegemónicos y sobre todo de las
prácticas que los institucionalizan, sobre todo en los campo académico, laboral
y personal, pero, me pesa decirlo, a través de una sana negociación personal
con ellos, que espero me permita encender vínculos con mis semejantes.
La locura es una opción, de vez en
vez, también lo es el olvido. Pero ver, ¡ver! ¡ver! ¿Para qué ver tanto? A
estas horas me pregunto para qué sirve ver tanto, con esta claridad que se
desprende del insomnio y alcanza una verdad casi mística. Vivir implica un poco
de fe en el presente, en quienes están cerca y en una misma, en el futuro,
sobre todo cuando se tiene la responsabilidad y el amor por los niños y los
jóvenes de carne y hueso, esos que veo crecer y esos que acompaño en la
universidad.
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