Hubo una vez un hombre en busca de un tesoro. Con esa intensión dedicaba cuantiosas horas al estudio de libros antiguos y contemporáneos, resolvía acertijos ocultos entre las calles y tomaba nota de los mensajes que recibía a través de sus sueños, e incluso de los sueños que otros soñaban. Durante años conversó con muchísimas personas en distintos pueblos, con el fin de rastrear alguna pista entre sus mitos y tradiciones.
Año con año bitácora y mapa crecían en detalles, mientras avanzaba sobre los rincones más alejados de las concentraciones urbanas. A pesar de haber descubierto abundantes riquezas, ninguna se aproximaba a la de sus sueños. Así, comenzó a encanecer y cuando estuvo a punto de resignarse, algo en su corazón le susurró un nuevo indicio y abandonó todo para perseguir una vez más aquella fortuna. Y pasó el tiempo.
Una tarde subió una enorme montaña para asistir al encuentro de los espíritus guerreros que las habitan y hacerles una pregunta. Era ya muy viejo y en el ascenso, poco a poco sus fuerzas se doblegaron. Al alcanzar la cima cayó muerto sin que nadie se diera cuenta y junto a él quedó la bitácora con el mapa dentro. Su cuerpo y sus propiedades fueron cubiertas por la hierba hasta reintegrarse a la tierra. Pero su corazón no se redujo, durante las noches se encendía como una piedra volcánica y generaba tanta luz que parecía una estrella.
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