En un restaurante circular había una mesa pequeña cubierta con un mantel blanco donde reposaban un florerito y un quinqué. Yo estaba sentada frente a él, ese hombre de barba gruesa y crecida con quien me he topado bajo otras circunstancias sin intercambiar una palabra. Finalmente habíamos coincidido en el tiempo para conocernos personalmente. A nuestro alrededor los meseros pasaban con viandas de comida y vino; la gente, entretenida en sus conversaciones, creaba un murmullo que se unía a los sonidos de los platos en la cocina y al del aceite hirviendo cuando se fríe un filete de pescado. ¿Dónde está Miriam?, preguntó él. Allá, arriba, hablando con aquel hombre, respondí, segura de que yo también era Miriam. Ambos volteamos al segundo piso y la vimos forcejeando con un flamenco larguirucho. Ve a buscarla, solicitó con amabilidad. No podemos iniciar sin ella. Fui y le hice una seña con la mano para que bajara hasta donde yo estaba, le pedí que me siguiera y caminamos hacia la mesa. En un principio, ella venía detrás de mí y después se metió en mi cuerpo alcanzándome por la espalda. Cuando llegamos hasta la mesa, él se había marchado y yo miraba de pie su lugar vacío. Se fue cuando te encontraste, me dijo después un colibrí tras escuchar mi relato en la barra de una cantina donde servían licor de jazmín.
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