Las mujeres en mi familia cocinan para otros, esperan los aplausos por su buen sazón o porque lograron igualar el arroz con jitomate que hacía la abuela y andan todo el día corriendo, apuradas hasta la angustia por complacer a todo mundo. Yo no. ¡Hurra!
Este acto así de pequeño me llena de alegría y me hace sentir persona. Comer comida caliente, recién hecha por mis propias manos en mi hogar, después de tantos años de andar de aquí para allá con las mudanzas, es una evidencia del fin del mundo y de esta nueva etapa amorosa en la que me encuentro. Lo aprecio como a nada.
Día 1: Chilaquiles.
Día 2: Pan francés.
Día 3: Arroz salvaje.
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