Caminaba en medio de una milpa y era de mañana. Iba con
prisa y avanzaba a ciegas entre los surcos. Cautelosa me abría paso entre las
plantas que rebasaban por mucho mi estatura. Andando tropecé con una montaña
pequeña de tierra y me detuve con espanto al reconocer que sobre ella estaba
una mano muerta. Junto, seguían otras. Había una que estaba abierta y en su
interior descansaba el cuerpo de un campesino sin vida. El maizal respiraba y
cantaba recio movido por viento, decía cosas en un lenguaje incomprensible.
Corrí hasta la carretera, avancé por su centro y disminuí la velocidad de mis
pasos al descubrir que las orillas del camino estaban custodiadas por
hombres y mujeres sentados en cuclillas, que guardaban silencio y prestaban
mucha atención. Sus cuerpos eran de hojas de maíz vivo y sus cabellos de borla.
En sus manos sostenían lanzas hechas de tallos y sus ojos, sus inolvidables
ojos sin miedo, eran dos granos oscuros de este alimento sagrado.
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