14 abril 2012



Sólo cuando decidí habitar el mundo del sueño comprendí a mis semejantes, logré aceptar su proceder errático, su alegría y su persistencia. También aparecieron los espíritus en las calles, los descarnados, los que hablan solos: esos que me miran y sonríen como viejos amigos.

La noche que se fue la luz eléctrica descubrí a una mujer sin ojos sentada sobre mi cama. Cuando entré en la habitación se cubrió el rostro con los brazos y escuché su grito horrorizado. Mi presencia intervino su sueño, ese mundo. Un espejo: el sueño de ella misma habitando mi sueño. Transitó mi casa sin ser percibida y de pronto la emoción del reconocimiento. Esa felicidad infinita. La consciencia mutua de la otra establecida al encontrarse nuestras miradas ¾ese lenguaje silencioso del cuerpo que inaugura complicidades, ese lugar intangible donde se unen dos. Sin embargo saberse descubierta le produjo angustia. Su miedo se relacionaba con el hecho de dejar de estar sola. Su horror provino del temor a la muerte, al abandono: una de las dos morirá inevitablemente. Ese dolor la arrinconó hasta el fondo. Eres hermosa como la muerte, dije en voz alta. Él era hermoso como la muerte, respondió. En su monstruosidad me reconozco. Tuve miedo, mucho miedo. La observé con compasión e incorporé el concepto de fantasma.

Unos momentos antes caía una tormenta. Pero el viento no es el viento ni la lluvia es la lluvia desde que habito el sueño. Los monstruos dejan de ser otros, aquellos, y empiezan a pertenecerme. Durante el apagón mantuve la computadora encendida y algunas velas para concretar mi lectura sobre los rituales propios de quien escribe. Al verme en esa oscuridad observé que aquello era el centro del multiverso.

A unos cuantos kilómetros, luego de pendientes, yerba y millones de granos de arena, reventaban las olas del mar que en conjugación con la potencia del aire golpeaban mi refugio. A pesar de esta ecuación, sé que detrás de mí estaba alguien que durante unos instantes sujetó la reja con sus manos. Fui incapaz de voltear.

Sobrevuelan mi casa energías diversas. Para escapar de su presencia, de sus sonidos irreconocibles y de algunas voces que venían del otro lado de la puerta, me dirigí hacia las escaleras: todas son mías, concluí en el ascenso. Desde que habito el sueño creo que son mis proyecciones. Yo: me desdoblo, me traslado, vuelo. Yo, ese monstruo. Y sus gritos escalofriantes dejan de serlo, se transforman en una reacción animal de alerta. Observo sus manifestaciones y sus etapas antes de que acaben por constituirse en eternas formas de lo monstruoso. En este sueño donde habitamos.


[Love until it hurts, said Mother Teresa de Calcuta. What does it mean?


La compasión establece un vínculo resistente, la posibilidad del acompañamiento y de experimentar la solidaridad, una forma de amor. Su límite se alcanza cuando no logra despertar el amor y la humanidad en el otro. En el sueño también hay que aceptar que cada uno vive su propio sueño en tiempos infinitamente distintos.


El límite de la compasión y del sueño es la realidad, esa obsesión por fijar la naturaleza cambiante de la existencia en una cosa, una situación o una persona. Desprenderse no es abandono, tampoco falta de amor, es reconocer la frontera de la autonomía (de las normas propias); es una forma de procurar desde el amor la existencia del otro y la de sí.]

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