Tenía el cabello rubio y frondoso como un árbol. Llevaba una capa que arrastraba de larga y tenía los ojos azules debajo de una costra de lodo. Con ambas manos partía el aire, despacio, muy despacio lo abría, y daba el siguiente paso. Caminaba a media calle sobre un mundo particularmente privado. Andaba lento, seguida de una pronunciada corte de automovilistas que atentos la seguían. La saludé con la mano izquierda, como a las otras reinas que de vez en vez me encuentro, pero ella no me vio. ¿Quién era yo para intervenirla? ¿Quién? ¿Para convidarla a qué mundo?
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