25 mayo 2012

dios

En una habitación rectangular de paredes lisas y blancas, que tenía una ventana cuadrada al fondo y una puerta sin puerta de madera, que daba hacia a un pasillo, estaba sentada en el piso con las piernas cruzadas en oración. Yo en totalidad serena, observaba delante de mí a un hombre y a una mujer poseídos por un espíritu que los hacía contorsionarse y padecer.

Él miraba algo, adentro, suyo. Los brazos le salían de la cabeza, luego del tronco, debajo de las axilas, las piernas; su cabeza se desplazaba hasta sus hombros, le aparecía en una mano; un pie se  prendía de su oreja. No había sangre que brotara de ese cuerpo desnudo.

Ella abrazada a él también se transformaba, pero tenía consciencia, estaba en los dos mundos, y gritaba llena de horror y dolor. Ella podía separarse y al hacerlo me extendía sus manos, pedía ayuda con los ojos, se abrazaba a mis piernas y ahí lloraba, alcanzaba cierta paz pero al volver la vista, mostraba una gran compasión y un amor que la obligaban a ser fiel, entonces se prendía del Cristo y de nuevo el espíritu también la poseía.

Yo no me movía, ni sentía pena, aquello era algo que tenía lugar fuera de mí y sentía que mi lugar era ese, el de estar conmigo. Dentro de mí corría un río y había un árbol grande y hermoso. Enseguida, unas voces me llamaron desde el patio y desaparecí.

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