En una habitación rectangular de paredes lisas
y blancas, que tenía una ventana cuadrada al fondo y una puerta sin puerta de
madera, que daba hacia a un pasillo, estaba sentada en el piso con las piernas
cruzadas en oración. Yo en totalidad serena, observaba delante de mí a un
hombre y a una mujer poseídos por un espíritu que los hacía contorsionarse y
padecer.
Él miraba algo, adentro, suyo. Los brazos le salían de la cabeza, luego
del tronco, debajo de las axilas, las piernas; su cabeza se desplazaba hasta
sus hombros, le aparecía en una mano; un pie se
prendía de su oreja. No había sangre que brotara de ese cuerpo desnudo.
Ella
abrazada a él también se transformaba, pero tenía consciencia, estaba en los
dos mundos, y gritaba llena de horror y dolor. Ella podía separarse y al hacerlo me extendía sus manos, pedía ayuda
con los ojos, se abrazaba a mis piernas y ahí lloraba, alcanzaba cierta paz
pero al volver la vista, mostraba una gran compasión y un amor que la obligaban
a ser fiel, entonces se prendía del Cristo y de nuevo el espíritu también la
poseía.
Yo no me movía, ni sentía pena, aquello era algo que tenía lugar fuera
de mí y sentía que mi lugar era ese, el de estar conmigo. Dentro de mí corría un río y había un árbol grande y hermoso. Enseguida,
unas voces me llamaron desde el patio y desaparecí.
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